Me peiné suavemente el pelo delante del espejo. A penas me fijaba bien en el aspecto de éste; simplemente me dedicaba a observar mi semblante inexpresivo reflejado en la superficie lisa. Los cabellos me caían en cascada por delante del hombro, con un destacado color miel y mucho brillo. Mis ojos azules se veían vacíos debajo de mis cejas. No sabría decir si ese día estaba triste o no. Simplemente no tenía muchas ganas de pensar ni tampoco de tratar de entender mi propio estado de ánimo. Había días en los que me sentía algo más animada, pero tanto mi padre como mi hermana pequeña estaban acostumbrados a verme seria y poco habladora. Y es que yo era una chica de pocas palabras. No me molestaba la soledad, es más, me gustaba. Me molestaban los ambientes con mucha gente y también que ésta intentara relacionarse conmigo. Era una chica seria, madura y solitaria. A mis quince años, no era la típica adolescente muchachera que andaba de fiesta en fiesta, que tenía mil amigos en Tuenti y Facebook y que salía por las tardes incluso aunque tuviera diez exámenes al día siguiente. Era más bien, la que disfrutaba viendo a su hermana jugar a las muñecas en silencio, la que leía en su cuarto boca abajo y la que pasaba por delante de los grandes grupos de gente sin sentir ningún deseo de unirse a él. Era una persona tranquila y amante del silencio.
-¿Puedo pasar?
Me giré y miré hacia la puerta. Mi hermana pequeña tenía la cabeza asomada y se veía una pequeña y despeinada trenza rubia.
-Papá ha vuelto a intentar peinarte-adiviné poniendo una pequeña sonrisa.
Ella asintió con lentitud y dando un saltito entró dentro de la habitación. Observé hasta que se sentó en el pequeño taburete de madera que tenía al lado del espejo y lo ponía en frente de ella. Yo le quité los coleteros en los extremos de las trenzas y comencé a hacerlas de nuevo poniéndole empeño.
-Dice que él las hace muy bien pero las que tiene María siempre son más bonitas.-espetó la pequeña niña poniendo muecas y caras extrañas en frente del espejo.
-Pero las que hago yo, son bonitas, ¿no?-le pregunté apoyando el mentón en su pequeño hombro y rodeándola con mis brazos.
-Sí-dijo con una amplia sonrisa.
Continué haciéndole la otra trenza. Susana era lo único que le tenía agradecido a mi madre. Con tan solo seis meses, la había abandonado, a ella y a toda nuestra familia. Mi padre se deprimió, pero creo que ya se esperaba que hiciera algo parecido. Decidí no pensar más en ello. Eso era en mí una cualidad y una virtud. Era capaz de calmarme a mí misma y de obligarme a pensar en otra cosa si quería hacerlo.
-¿Sabes? Papá está raro últimamente-comentó la niña.
-¿En serio?-pregunté sin demasiado interés.
-Sí, una mujer viene siempre antes de que tú vengas del instituto. Me toca la cabeza mucho y me dice que soy guapa y cosas así. Yo creo que es la novia de papá.
-No digas tonterías-dije yo con una sonrisa nerviosa- ¿por qué iba papá a tener novia si nos tiene a nosotras?
-Bueno… no sé.-murmuró la niña.-pero esa mujer me cae bien. Se porta bien conmigo.
-Será la nueva secretaria de papá o alguien del trabajo-aventuré mientras terminaba de arreglarle el pelo a la niña y le echaba un poco de mi colonia de fresas.- ¿ves? Ahora también hueles bien. Esa María no es nada comparada contigo, Susy.
-Lo sé-dijo ella mirándose de reojo en el espejo.
Le acaricié la cabeza un instante. La pequeña era tan diferente a mí… siempre estaba rodeada de niñas que querían jugar con ella y los niños corrían detrás de ella como bobalicones. Sin embargo, una mirada mía era suficiente para espantar a cualquiera que tuviera intención de acercárseme. Suspiré y le di una palmadita en la espalda.
-Venga, a desayunar. Y ten cuidado de no ensuciarte el uniforme-la avisé.
Me senté en el taburete y miré en el espejo como la puerta se cerraba suavemente. Encima del escritorio tenía el bote de color rojo decorado con fresas y rosas. No sé cuánto tiempo pasé mirando mi propio reflejo sin ni si quiera centrarme totalmente en él. Tosí, y con la mente en blanco salí de mi cuarto. Con rapidez llegué a la cocina. Mi padre estaba haciendo el truco del avión con los últimos cereales que quedaban en el tazón de mi hermana y parecía un poco exasperado, porque ella se veía reacia a comer más.
-¿Sabes? Estoy segura de que María come muchos cereales. Por eso es tan alta y tan guapa…
No me dio tiempo a decir más. La pequeña empezó a tomarse los últimos restos del desayuno con urgencia. Le sonreí a mi padre que me miró aliviado. Sin embargo no pude evitar ver un brillo de nerviosismo poco habitual en sus gestos y facciones.
-Pareces preocupado por algo papá-le dije mientras me sentaba y llena de leche un tazón.
-¿Yo? Para nada, hija-me dijo- es que hoy tengo un caso en el trabajo que parece algo difícil.
-Siendo tú… podrás con ello-dije con una sonrisa.
-Claro, siendo yo…-murmuró él sin sonar muy convencido.
Le miré de reojo mientras apuraba las últimas gotas de leche del tazón. Lo llevé al fregadero ante la mirada de reproche. Últimamente no comía casi nada, apenas leche por la mañana y de nuevo devuelta a las páginas de mis libros.
De todas formas, mi padre no se preocupaba por temas como eses referentes a mí. A demás, el sabía que no era un obsesionada del aspecto como el resto de la gente de mi edad.
Metí el libro que me estaba leyendo en la mochila y la cerré. La verdad es que no tenía muchas ganas de ir al instituto. Eran ya, los últimos días de clase, y cada vez se me hacían más largos y calurosos. Me era difícil levantarme por las mañanas sin sentir la necesidad de una ducha de agua fría. Observé como mi hermana se levantaba de la mesa para ir al salón a ver la tele.
-Esto… hija…-empezó a murmurar mi padre.
-¿Qué?-pregunté girándome para mirarle.
-Bueno… hoy cuando salgas del instituto… va a venir a recogerte un chico. Acompáñale a casa, ¿sí?
-¿A la nuestra?-pregunté con sorpresa.
-Sí-dijo él evitando mi mirada.
-Está bien-dije perpleja.
Me colgué la mochila del hombro y me apresuré a salir de casa. Noté la mirada de mi padre fija en mi espalda mientras salía. Faltaban quince minutos para que el instituto abriera sus puertas, pero a mí me gustaba quedarme sentada en un banco de piedra que había en el parque, algo escondido en la calle, donde no pasaba a penas nadie. Entonces, mientras estaba sentada en el banco, sin abrir todavía las tapas de mi libro empecé a preguntarme sobre el extraño comportamiento de mi padre y las sospechosas revelaciones de mi hermana pequeña de esta mañana. Estuve un rato indagando en pensamientos de argumento inestable hasta que decidí dejar de pensar en cosas que me producían dolor de cabeza. Era cierto que era una persona tranquila, y quizá algo complicada, pero no me gustaba sumergirme en caóticos problemas que la mente creaba por sí solos sin llegar a existir en realidad. Bueno, eso, por ahora.
Cuando dio la hora, me fui caminando hacia clase. No me gustaba mucho el instituto. Estaba lleno de personas, profesores, alumnos, los de la limpieza, la secretaria, el director… gente. Demasiada gente. Y es que ocasiones pienso, que si no me molestaran casi no me importaría que existieran a mí alrededor…
-Vaya, si está aquí la señorita sabelotodo-exclamó Irene con su voz estridente y de pito, y, cómo no, sus impetuosos aires de superioridad.
-Aquí, en clase, como todos los días-puntualicé sin levantar la vista ni para mirarla.
Estaba sentada en mi pupitre, con el libro entre las manos. Me había recogido el pelo con una pinza y trataba por todos los medios de no desconcentrarme y continuar inmersa en mi lectura, que se remontaba a la época victoriana de Inglaterra, en la piel de una joven sirvienta.
-Ya veo-murmuró Irene como si le hubiera acabado el repertorio-¿vas a sentarte delante de mí en el examen? Es que no quiero tener que moverme, ya me entiendes…
-Voy detrás de María.-respondí escuetamente, dejando claro con mi tono despectivo que me estaba molestando.
-Pues con esa montaña de michelines dudo que puedas ver la pizarra-contestó ella con burla.
-Podré con ello-dije mirándola con una media sonrisa y cerrando el libro.
Ella apartó la cara malhumorada y continuó caminando hacia su pupitre, seguida de sus perritos falderos. Suspiré. Después de aquella interrupción, se me habían quitado las ganas de seguir leyendo. Ese tipo de personas siempre conseguían dejarme un amargo sabor de boca, aunque me hubiera quedado con ellas y hubiera salido ganando. Pero a quién no podía soportar era a Alonso. Era… el colmo de lo inaguantable. Y mira que yo tenía poca relación con la gente de mi clase. Claro que el sentimiento, era mutuo. Era el arrogante novio de Irene, tal para cual, diría yo. Una sensación desagradable acudía a mí cuando me daba por pensar en el día que intentó besarme para que le dejara copiar en el examen. Pensó que era un pobre desesperada y que daría lo que fuera por un beso. Pensó mal.
La mañana transcurrió tranquila. No pasó nada especial (o nada que realmente llamara mi atención). Y a decir verdad, a pesar del pasotismo que me caracterizaba, no podía evitar albergar curiosidad sobre aquél chico que se suponía que debía encontrarme a la salida del instituto. ¿Por qué iba a venir a mi casa? ¿Quién era y por qué debía acompañarle yo? Sabía que mis preguntas ni tardarían en recibir respuesta, pero algo me decía que en el fondo, no quería saberlas. Sin embargo, me apresuré a salir rápidamente y buscar con la mirada a alguien que ni si quiera sabía que aspecto tenía. Por un momento me sentí algo idiota. Realmente no sabía quién era. Se me pasó por la cabeza la idea de volver a casa y darle a mi padre una excusa, pero no me dio tiempo de llevarla a cabo. Un chico alto (me sacaba una cabeza), de pelo moreno y revuelto y de tez clara me saludó. Yo le miré un instante y no pude evitar sentir las ganas de huir. Era un sentimiento extraño. Como de no querer ni meterme ni embaucarme en los rollos de mi padre. Aunque en el fondo era así. Anti-social.
-¿Ronnie?-preguntó.
-Sí-dije casi temblando.
No me gustaba mi nombre, su procedencia ni quién me lo puso. A mi madre le encantó después de ver una de esas películas americanas románticas (vomitivas en mi opinión) en las que no salen hijas lloronas. Si algo había aprendido de mi madre es que no iba a tener hijos. Y menos llorones. Pero claro, eso no venía a cuento.
-Yo soy Greg.-se presentó.
Noté con espanto cómo tiraba de mí y soporté asqueada, como me daba dos besos en las mejillas. Estaba tan traumatizada por el afectuoso saludo claramente español, que no me dieron ganas ni de reírme de su nombre. Conocía muy poca gente que se llamara Gregorio. Bueno, poca gente no. Sólo él.
Pareció un poco perplejo ante mi manera seca de actuar, pero sonreía con frecuencia, como si aquello le pareciera una broma, o como si le hubieran dicho como era yo y ahora estuviera comprobándolo con sus propios ojos. Salimos de la zona cercana al instituto, ante la mirada sorprendida de Irene y sus perritos, que se habían quedado embobadas con mi acompañante.
-Y tienes quince años, ¿no?-me preguntó.
“Si lo sabes, ¿para qué preguntas? Esto parece un interrogatorio…”, pensé molesta.
-Sí. ¿Y tú?-pregunté intentando sonar lo más amable posible.
-Diecisiete.
“Dos años mayor. Ronnie, reconoce que te lleva ventaja.”
-¿De qué conoces a mi padre?
Era mejor sacar temas de los que hablar. O eso, o pasarse todo el camino ignorando la incomodidad de su presencia a mi lado.
-¿Cómo no lo voy a conocer? Si es…
Me paré un instante, sorprendida ante su mirada, también de sorpresa. Esperé ansiosa una respuesta, pero él se mantuvo en silencio, como si guardara una información preciada y se estuviera pensando el precio a pagar por ella.
-Entonces, ¿no lo sabes?-preguntó al final.
-¿El qué debería saber?-exclamé enojada.
Si había algo que me molestara excesivamente, era el sentirme inútil y apartada de algo. Y menos, que no me contaran el qué algo. Aunque claro, eso sólo pasaba con mi familia, porque no es que yo tuviera mucha vida social.
-Mejor te lo cuento luego-dijo mirándome con curiosidad, como si tuviera algo raro en la cara.
Fijé la vista en el suelo y no insistí. Aquello había dejado de olerme bien. No podía sentir más que un desagradable cosquilleo recorriéndome, como si algo malo fuera a pasar.
-¿Sabes? Eres un poco rara.-comentó él dedicándome una sonrisa burlona.
No lo pensé dos veces. Si tenía que utilizar la misma defensa que con el mayor incordio del instituto (Irene), lo haría.
-¿Sabes? Eres un poco idiota-le respondí con un tono vivaz y otra sonrisa del mismo carácter que la suya.
Él se mantuvo sonriente, como si la cosa le hiciera gracia, y eso me molestó. ¿Ahora se iba a dedicar a atacarme? Pues vaya. Observé cómo se revolvía el pelo con una mano con gesto divertido.
-Creo que me lo voy a pasar bien contigo-murmuró sorprendiéndome una vez más.
Me pregunté en qué momento iba a volver a estar con él “para pasarlo tan bien” como decía. Pero estaba claro que nuestros pasos nos llevaban a un único lugar, y allí era donde serían respondidas mis preguntas y resueltas mis dudas.